Nos
levantamos temprano para ir a visitar el Potala, hacia mucho frío, nos
abrigamos bien y tomamos un taxi que nos llevó a la entrada del edificio,
compramos las entradas y comenzamos la visita, no sabíamos en ese momento que
la entrada no ere la misma para todo el mundo, los tibetanos entraban por la
entrada contraria a la nuestra, por ese motivo pasamos toda la visita
cruzándonos con los tibetanos, una sutil maniobra del gobierno para que no
puedas hablar con nadie, nunca caminamos juntos, siempre en contra, por lo que
no podían detenerse con nosotros, no podíamos ver lo que hacían o miraban, solo
nos juntábamos un instante.
El
Potala es un edificio impresionante, se cuenta que lo construyó el rey
Songtseng Gampó, que vivió en el siglo VII, en su época tenía nueve pisos y
novecientas estancias.
A
la caída del imperio tibetano en el 842, de los antiguos edificios solo
quedaban ruinas, su reconstrucción se postergó hasta el siglo XVII, en tiempos
del V Dalai Lama, llamado Ngawang Lobsang Guiantso, que fue quien levantó el
edificio que conocemos hoy, tiene trece pisos y 118 metros de altura, con
centenares de habitaciones, capillas, escaleras y pasillos, en su interior se puede estar en
pequeñas salas llenas de representaciones de Budas o en otras donde las
estatuas tienen varios metros de altura. Todas con cientos de lámparas de
manteca de yak que iluminan las estancias dando la sensación de estar en otra
dimensión, todo esto acompañado de un denso humo gris de un fuerte olor a
rancio producido por la manteca que lo impregna todo.
Al
finalizar la visita nos fuimos al hotel a descansar un rato, pues la caminata
por el interior del Potala, subiendo y bajando todo el rato por las escaleras,
a esta altitud, se hace pesado. Aprovechamos para llamar por teléfono a casa y
luego vamos a comer.
A
Claudio no le volvimos a ver, y lo cierto es que no le echamos de menos.
Regresamos
a la plaza de Jokhang para perdernos por sus callejuelas que parecían estar en
un tiempo indefinido, con la gente tibetana haciendo sus compras o simplemente
realizando una Kora por Barkhor.
Nos
encontramos con unos catalanes que nos oyeron hablar y nos saludaron, aunque no
había demasiados occidentales por esa parte de la ciudad.
Hicimos
las ultimas compras, yo compré un bonito cuchillo tibetano de segunda mano, mas
pequeño que el que compré en Nepal pero mas afilado.
Fuimos
a cenar y luego al hotel, al día siguiente teníamos que ir muy pronto al
aeropuerto que está bastante alejado de la capital. Haciendo el camino hacia el
hotel, pasamos frente a un escaparate que en su interior tenía varias
televisiones en funcionamiento, frente al cristal, varios tibetanos ataviados
con sus raídas vestimentas estaban mirando sin moverse las teles con programas
chinos, Toni me dijo: Mira, el comunismo no logró doblegarlos, pero con las
teles…...no tienen escapatoria. Tenía razón, aquel pueblo fiero, que había
plantado cara al comunismo de Mao, unas veces con las armas y otras con su inacción, ahora estaban a merced del
proceloso mar de las ondas televisivas. No tenían salvación, en unos años, sus
costumbres solo serían un recuerdo. Me fui a dormir dolido, pensando en que
aquel país mítico se desvanecía, yo descubrí el Tíbet en la biblioteca del
padre de mi amigo Emilio, en su casa de Alicante, leyendo un ejemplar de El
Tercer Ojo, creo recordar que era una edición de 1956 de la editorial
Ancora y Delfín, empecé a leer aquel libro escuchando una cinta de Mike
Oldfield, Tubular Bells, y la descripción de los paisajes quedo ligada a
aquella música para siempre.
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